30 abr 2013

SONATA PARA PIANO Y ASPIRADOR, DE SIMON LEYS

Simon Leys, La felicidad de los pececillos. Cartas desde las antípodas;
Acantilado, Barcelona, 2011.
Traducción de José Ramón Monreal

 Zhuang Zi y el maestro de lógica Hui Zi se paseaban por el puente del río Hao. Zhuang Zi observó: «¡Mira lo felices que son los pececillos que se agitan ágiles y libres!». Hui Zi objetó: «Si no eres un pez, ¿de dónde sacas que los peces son felices?». «Como tú no eres yo, ¿cómo puedes saber lo que yo sé de la felicidad de los peces?». «Te concedo que yo no soy tú y que, por tanto, no puedo saber lo que tú sabes. Pero como tú no eres pez, no puedes saber si los peces son felices». «Retomemos las cosas desde un principio—replicó Zhuang Zi—. Cuando me has preguntado “¿de dónde sacas que los peces son felices?”, la forma misma de tu pregunta implicaba que sabías que yo lo sé. Pero ahora, si quieres saber de dónde lo sé, pues bien, lo sé desde lo alto del puente».

 Simon Leys, La felicidad de los pececillos


Simon Leys. Foto: Ray Strange
  La mayor parte de los escritores contemporáneos chinos suele citar entre sus referentes literarios a autores occidentales. Lo contrario es más bien insólito. China ha estimulado la imaginación, ha funcionado como decorado de veleidades orientalistas varias, como espejo o como trasfondo de juegos literarios, pero, en muy pocos casos, esas referencias han estado fundamentadas en un conocimiento sólido de la literatura china. El belga Simon Leys, pseudónimo de Pierre Ryckmans, además de un escritor originalísimo y exquisito, es sinólogo y traductor al francés de, entre otros, Confucio, Shen Fu y Lu Xun. 

  La felicidad de los pececillos es una recopilación de artículos,  publicados previamente en Le Magazine Littéraire, que podría muy bien pertenecer a ese género que los antiguos chinos llamaban el biji (笔记, literalmente, anotaciones a pincel), «apuntes ocasionales» en los que, de forma parecida a nuestras misceláneas,  se alternaban con ligereza la nota erudita y la anécdota, la especulación filosófica y el cuento popular, la observación más trivial y la reflexión más aguda. La obra de Simon Leys gravita en torno a dos temas recurrentes: China y el mar –muy recomendable Los náufragos del «Batavia», también publicada por Acantilado-, pero su erudición y su curiosidad abarcan  los asuntos más variados siempre desde un punto de vista singular, penetrante y, al mismo tiempo, ligero. Desde sus antípodas geográficas –vive en Australia- y culturales, sus precisas pinceladas sobre el arte, la literatura y la historia de Europa o sobre nuestras costumbres nos invitan a desorientarnos para aprender a mirar de otra manera y desde otra parte. Los títulos de sus artículos traslucen ya su mirada juguetona y caústica: El éxito es vulgar, Un congreso de escritores en el paraíso, Elogio de la pereza, Los cigarrillos son sublimes.

 Simon Leys salta de Pancho Villa a Goethe o de los maoríes a Confucio sin perder jamás la elegancia ni el don de la sugerencia. Vale la pena leer a este escritor raro y casi secreto, de verdad. Como muestra, uno de sus artículos: Sonata para piano y aspirador


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 Un día en que se ejercitaba al piano, el joven Glenn Gould –contaba a la sazón catorce años-hizo un descubrimiento memorable. La asistenta que estaba limpiando la habitación puso de repente el aspirador en marcha, muy cerca del piano. El ensordecedor ruido mecánico obliteró de inmediato el sonido de la música, pero, para gran asombro del pianista, esta situación no le resultó en absoluto desagradable. Dejó de oír lo que interpretaba; en cambio, le resultó de repente posible seguir su música desde el propio interior de su cuerpo, gracias a una conciencia más aguda de sus gestos; y toda la experiencia de la ejecución adquirió otra dimensión, a la vez más física y más abstracta: la fuga que estaba interpretando se veía transmitida directamente de sus dedos a su cerebro:


 Posteriormente, él mismo describió el fenómeno:


«Por supuesto continuaba sintiendo: podía experimentar esa relación táctil con el teclado que tan rica es en asociaciones acústicas; y también podía imaginar los sonidos que yo producía, incluso sin oírlos. Pero lo extraño es que esta nueva forma de música me pareció de repente superior a todo cuanto había precedido a la intervención del aspirador, y los pasajes en los que yo no podía ya oír el menor sonido me parecían los mejores».


  Mark Twain observó que la música de Wagner perdía mucho si se la escuchaba: comprendo lo que quería decir, pero no es eso de lo que hablaba Gould.

  He encontrado esta anécdota en la biografía de Glenn Gould escrita por Peter Oswald. Oswald, que también era músico, y psiquiatra, y amigo de Gould, se encontraba triplemente cualificado para explorar el desarrollo de ese genio excéntrico. Comentó este episodio particular:

«Al anular la música, el ruido mecánico del aspirador desplazó la atención de Gould, y la encauzó hacia las sensaciones internas de su cuerpo, permitiéndole ignorar los efectos acústicos de lo que tocaba. Fue como un trip hacia el interior de sí mismo, y fue intensamente placentero…Igual que determinadas formas de meditación, las visiones, la hipnosis y otras técnicas para alterar súbitamente los estados de conciencia, esta experiencia parece haber revelado a Gould un aspecto desconocido del fenómeno musical. Fue como una epifanía, esta especie de high emocional que los adolescentes (y también otras gentes, por supuesto) alcanzan en momentos en los que son particularmente vulnerables y que pueden cambiar su vida de manera decisiva».


  Este repentino descubrimiento que hizo Gould de la distancia que separa la música percibida abstractamente por el cerebro de la música sensible al oído, aunque constituyera para él una experiencia feliz, no fue esencialmente distinta de lo que Beethoven vivió como una prueba trágica, cuando la sordera le obligó a explorar esa dimensión muda de la música.

 O también, para tomar prestada una comparación pictórica, piénsese en los grandes nenúfares que Monet pintó hacia el final de su vida, tras las cataratas que le afectaron gravemente a la vista. Asimismo tenemos esos paisajes de Huang Binhong, soberbiamente negros y feroces con sus densos entintados, que el artista pintó hacia la edad de ochenta y dos años, en un momento en que se había vuelto completamente ciego. A continuación, una operación le devolvió parcialmente la vista, pero, incluso antes de esta intervención quirúrgica, no dejó de pintar; aunque no pudiera ver lo que producía su pincel, se dejaba guiar por esos ritmos caligráficos que había cultivado cotidianamente durante toda su larga vida. Para él, incluso cuando la pintura dejó de ser una experiencia visual, siguió siendo un aliento vital.


黄宾虹,HUANG BINHONG (1865–1955) , Paisaje. 


  Esa música silenciosa cuya revelación tuvieron Beethoven y Gould en unas circunstancias muy diferentes era desde hacía tiempo muy conocida por los chinos. Sin duda habían sido llevados de forma más natural a hacer su descubrimiento; en la música clásica china, en efecto, las divisiones son cifras: no indican las notas musicales, sino solamente la sucesión de los movimientos de los dedos sobre las cuerdas. Todavía hoy, los maestros de la cítara (gu qin), en sus ejercicios cotidianos, tocan a veces la «cítara muda»: ejecutan un fragmento entero sin emitir un solo sonido, dejando planear sus manos por encima del instrumento sin tocar las cuerdas con sus dedos.
  A principios del siglo V, un ilustre personaje original, Tao Yuanming –quizá el poeta más querido por los chinos- , iba más lejos aún: se llevaba a todas partes con él una cítara sin cuerdas. Cuando le preguntaron para qué podía servirle un instrumento semejante, respondió: «Únicamente busco la inspiración que duerme en el corazón de la cítara. ¿Para qué extenuarme haciendo ruido con las cuerdas? ».