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Liao Yiwu, El paseante de cadáveres; Sexto Piso, México
D.F., 2012.
Traducción: Leonor Sola Comino
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Hemos escuchado y leído tantas historias atroces sobre China que uno abre ya ciertos libros a desgana, con más prejuicios que expectativas. Son obras que podríamos catalogar bajo la etiqueta «para que sepan ustedes la que se nos avecina». Lo difícil en estos casos
es que el recelo inicial se convierta en fascinación a medida que pasamos las
páginas. El paseante de cadáveres tiene la rara virtud de ser una obra
contudente y original a pesar de que si nos atenemos al subtítulo y a la sensacionalista nota de contraportada, parece un producto
prefabricado para uso y consumo de un público occidental sediento de historias
que reafirmen su visión de una China truculenta y enigmática. No le falta ni un
ingrediente. De hecho, si la literatura china contemporánea se redujera a lo
que se traduce de ella en el extranjero, El paseante de cadáveres podría ser su
epítome perfecto. Si bien es cierto que cada vez se traduce más y mejor, que la
publicación de obras chinas se ha multiplicado en los últimos años o que muchos
editores fantasean con la idea de encontrar al Murakami chino, fuera del ámbito
académico y de unos pocos iniciados o curiosos, lo que el lector medio espera
de una obra china no son tanto ficciones como realidad, una realidad con
demasiada frecuencia cortada a la medida de las inquietudes de quienes ven en
China una amenaza a nuestras certezas, a nuestro modo de vida.
Ante un panorama en el que el interés antropológico, sociológico o paranoico, prevalece sobre el interés literario, un libro de entrevistas como El paseante de cadáveres tiene más posibilidades de ganarse la atención de los lectores que una novela. Si, además, ha sido censurado en China y su autor, Liao Yiwu, es un disidente en el exilio que pasó cuatro años en la cárcel por denunciar la masacre de Tiananmen; si los personajes entrevistados nos remiten a la inevitable Revolución Cultural, al lado oscuro de la nueva y próspera China, a la religión y a las tradiciones ancestrales amordazadas y reprimidas por el poder, a una China rural miserable, condenada a sumergirse en el anonimato de la gran ciudad; si coronamos todo lo anterior con el subtítulo Retratos de la China profunda; probablemente el lector familiarizado con lo que nos llega de la literatura china contemporánea comprenderá a qué me refería -equivocadamente- con lo de producto prefabricado y por qué, en un primer momento, pensé estar ante otro déjà lu.
En el
año 2001, la editorial china Yangtse Art&Literature Publishing House (长江文艺出版社) publica la primera edición de
El paseante de cadáveres. Su éxito de ventas dura lo poco que tarda en caerle
encima el Departamento de Propaganda para retirar la obra de la circulación y
prohibirla. La directiva del semanal Nanfang Zhoumo, hoy una vez más de actualidad por su
desafío a la censura, paga también las consecuencias y es destituida debido a
la amplia cobertura dada en sus páginas a Liao Yiwu. La obra, como suele
ocurrir en estos casos, encontró otras vías de difusión en ediciones piratas o Internet.
Ante un panorama en el que el interés antropológico, sociológico o paranoico, prevalece sobre el interés literario, un libro de entrevistas como El paseante de cadáveres tiene más posibilidades de ganarse la atención de los lectores que una novela. Si, además, ha sido censurado en China y su autor, Liao Yiwu, es un disidente en el exilio que pasó cuatro años en la cárcel por denunciar la masacre de Tiananmen; si los personajes entrevistados nos remiten a la inevitable Revolución Cultural, al lado oscuro de la nueva y próspera China, a la religión y a las tradiciones ancestrales amordazadas y reprimidas por el poder, a una China rural miserable, condenada a sumergirse en el anonimato de la gran ciudad; si coronamos todo lo anterior con el subtítulo Retratos de la China profunda; probablemente el lector familiarizado con lo que nos llega de la literatura china contemporánea comprenderá a qué me refería -equivocadamente- con lo de producto prefabricado y por qué, en un primer momento, pensé estar ante otro déjà lu.
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Liao Yiwu, fotografía de Gunda Patzke |
Su título original -subtítulo en la edición en
castellano- , 中国底层访谈录, más que a la «China profunda», concepto escurridizo que parece
presuponer un alma colectiva o un sustrato identitario, se refiere a las capas
más bajas de la sociedad (底层diceng), los parias, los marginados, la China de
abajo o, en palabras del autor, los que «se mueven como ratones debajo del piso
mientras alguien los persigue». Antes de su reciente exilio en Alemania, Liao Yiwu fue uno de esos ratones, subsistió en
las mismas cloacas desde las que nos hablan los protagonistas de El paseante de cadáveres, obra -conviene no perderlo de vista- gestada durante sus cuatro años de cárcel. Su
delito: romper el muro de silencio oficial creado alrededor de la matanza de
Tiananmen con su poema Masacre, un aullido de angustia, grabado y difundido en
casetes, recitado por él mismo a la manera de esas imprecaciones rituales que aún es fácil escuchar hoy en los templos de su Sichuan natal. En este enlace pueden leer su relato de aquella pesadilla que marcó un antes y un después en su vida.
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Estudiantes
en la plaza Tiananmen.Foto:Franklin Stuart. Pekín, 1989.
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Las treinta entrevistas de El paseante de
cadáveres son sólo una parte de la colección de historias que Liao Yiwu ha ido
recopilando al cabo de los años en la cárcel, en viajes y en las calles donde, tras
obtener la libertad, se ganó la vida como músico callejero. La mayoría de ellas transcurren en Sichuan, provincia natal del escritor. Su mosaico de
perdedores y excéntricos no tiene desperdicio: plañideros profesionales que
compiten entre sí frente al difunto; espiritistas; traficantes de mujeres; campesinos que se autoproclaman emperadores; adictos al sexo; caníbales; saqueadores de
tumbas; condenados a muerte; niños mendigos; limpiadores de baños públicos; transportistas nocturnos y clandestinos de cadáveres -los paseantes de cadáveres del título- que, para cumplir con la
tradición de enterrar a los fallecidos en su lugar de origen, eran capaces de atravesar
medio país con un muerto cargado sobre la espalda, camuflados ambos bajo una
túnica y una máscara mortuoria.
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Fotograma de Blind Mountain (盲山), de Li
Yang, 2007 |
El valor ético de un libro cuyo
propósito declarado es dar voz a quienes no la tienen no debiera hacernos pensar que estamos ante una de esas obras de denuncia cuya loable intención se confunde con su calidad literaria. El autor se encarga
desde el principio de vacunarnos contra todo maniqueísmo. La marginalidad de sus
interlocutores no los convierte necesariamente en virtuosas víctimas del poder. Antes bien, Liao Yiwu muestra su desprecio hacia los muchos seres repulsivos con los que conversa e incluso se pone en la piel del juez: «Si fuera juez, lo
primero que haría es cortarte la lengua». Con estas palabras se despide de un campesino traficante de mujeres que engaña a
chicas vírgenes -sus hijas incluidas- con falsas promesas de trabajo para acabar vendiéndolas como esposas o, más bien, como esclavas sexuales, a los aldeanos de otros pueblos. Así justifica la venta de sus propias hijas: «¿Qué saben ellas de la felicidad? Son las hijas de un pobre campesino como yo. Mientras que sus maridos tengan pene, lo demás no me importa».
Otro personaje patibulario es el «adicto al sexo». Atención a una de sus perlas: «Así que decidí seducir a esa furcia. Esa vez fui yo quien fue a buscarla. Una vez en su casa le puse droga en su vaso de agua y, en cuanto se la bebió, quedó paralizada, momento que aproveché para meterle dos pimientos enteros por la vagina, luego se la cosí con hilo quirúrgico. Primero experimenté orgulloso el sabor de la venganza, pero después, caí en la desesperación y terminé entregándome a la policía voluntariamente. Así es la vida».
«La gente ya no es lo que solía ser», se lamenta el «doliente profesional», uno de tantos personajes arrastrados hasta los márgenes de la sociedad por no haber logrado seguir el paso desbocado del dragón. «Los tiempos han cambiado. Todo el mundo habla de dinero y a nadie le importa ya el comunismo», dice el antaño inflexible director de una junta de vecinos. Otros, en cambio, como el centenario abad de un monasterio budista o el maestro rural, se debaten entre la reconciliación con un pasado de penurias y un presente dominado por el cinismo y la corrupción, pero que les ha devuelto el bienestar. Destacaría también -por sobrecogedora- la historia del padre de un estudiante asesinado en la revuelta de Tiananmen.
Otro personaje patibulario es el «adicto al sexo». Atención a una de sus perlas: «Así que decidí seducir a esa furcia. Esa vez fui yo quien fue a buscarla. Una vez en su casa le puse droga en su vaso de agua y, en cuanto se la bebió, quedó paralizada, momento que aproveché para meterle dos pimientos enteros por la vagina, luego se la cosí con hilo quirúrgico. Primero experimenté orgulloso el sabor de la venganza, pero después, caí en la desesperación y terminé entregándome a la policía voluntariamente. Así es la vida».
«La gente ya no es lo que solía ser», se lamenta el «doliente profesional», uno de tantos personajes arrastrados hasta los márgenes de la sociedad por no haber logrado seguir el paso desbocado del dragón. «Los tiempos han cambiado. Todo el mundo habla de dinero y a nadie le importa ya el comunismo», dice el antaño inflexible director de una junta de vecinos. Otros, en cambio, como el centenario abad de un monasterio budista o el maestro rural, se debaten entre la reconciliación con un pasado de penurias y un presente dominado por el cinismo y la corrupción, pero que les ha devuelto el bienestar. Destacaría también -por sobrecogedora- la historia del padre de un estudiante asesinado en la revuelta de Tiananmen.
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Tres hombres de la minoría étnica yi. Foto: Li Lang, 2001. |
Sobre
este mosaico de desechos sociales, la historia
del campesino emperador brilla por su singularidad y por su vuelo literario. Una
combinación de circunstancias personales y sociales, libros de historia mal digeridos,
superstición y leyendas populares llevan a Zeng Yinglong a autoproclamarse
emperador de una nueva dinastía y a declarar el año 1985 como el primero de la
era Da You o de la Gran Prosperidad. Persuadidos
por el canto de una salamandra gigante, que el maestro de fengshui de la aldea
interpreta como una señal inequívoca del cielo, los lugareños aceptan de buen grado el papel de súbditos de su nuevo emperador, organizan un ejército imperial y una corte de
ministros, chambelanes y concubinas. Tras la ceremonia de coronación, promulga
su primer edicto: «Cultivemos juntos la tierra, compartamos las riquezas y tengamos
tantos hijos como deseemos». En un contexto en el que el gobierno, a través de la política del hijo único, se
entrometía en la intimidad de las familias y en el que las montañas colindantes
se habían convertido en una guarida de embarazadas que trataban de escapar así de los abortos impuestos por las autoridades, el pueblo saludó con entusiasmo la
nueva ley y no dudó en unirse a la primera -y última- empresa militar de su
emperador: la conquista del hospital provincial.
«Su Majestad se puso al frente de sus tropas y sitió el hospital del condado. Atacamos el edificio, expulsamos al director del hospital. Luego fuimos directamente al departamento de planificación familiar y sacamos todos los anticonceptivos. Los amontonamos fuera del edificio y los quemamos».
Una vez conquistado, el hospital se convierte en palacio imperial y las enfermeras en concubinas del emperador. La gloria duró poco, exactamente hasta que llegó la policía, derrocó al emperador y puso fin a la fugaz era de la Gran Prosperidad. En el penal de máxima seguridad en el que cumple condena a cadena perpetua, tanto los guardias como los demás reclusos se dirigen a él como Su Majestad, tratamiento que exige también a Liao Yiwu durante su entrevista. Antes de despedirse, el escritor hace una donación para contribuir a financiar el último proyecto del emperador: seguir un curso de tecnología por correspondencia que le dé acceso a la universidad.
«Su Majestad se puso al frente de sus tropas y sitió el hospital del condado. Atacamos el edificio, expulsamos al director del hospital. Luego fuimos directamente al departamento de planificación familiar y sacamos todos los anticonceptivos. Los amontonamos fuera del edificio y los quemamos».
Una vez conquistado, el hospital se convierte en palacio imperial y las enfermeras en concubinas del emperador. La gloria duró poco, exactamente hasta que llegó la policía, derrocó al emperador y puso fin a la fugaz era de la Gran Prosperidad. En el penal de máxima seguridad en el que cumple condena a cadena perpetua, tanto los guardias como los demás reclusos se dirigen a él como Su Majestad, tratamiento que exige también a Liao Yiwu durante su entrevista. Antes de despedirse, el escritor hace una donación para contribuir a financiar el último proyecto del emperador: seguir un curso de tecnología por correspondencia que le dé acceso a la universidad.
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Anciano profesor de educación física. Fotografía: China Daily |
No podemos soslayar un dato que resulta como mínimo chocante
en un libro dedicado a los olvidados de la sociedad china. De los treinta
retratos de El paseante de cadáveres, solamente tres están protagonizados por
mujeres: la dama de compañía, la practicante de falun gong y la artista
ambulante. Al parecer, ser invisible es
todavía peor que pertenecer al subsuelo de los silenciosos.
Las entrevistas de El paseante de cadáveres, aunque
conserven el formato pregunta-respuesta, no son meras transcripciones sino
reelaboraciones escritas, en muchos casos,
años después de que estas tuvieran lugar. Liao Yiwu logra, no obstante,
recrear la oralidad y transmitirnos una sensación de inmediatez y
verosimilitud. Su obra se mueve en ese terreno anfibio –y con ilustres precedentes-
entre la literatura y el periodismo, admite una multiplicidad de lecturas que
satisfarán tanto al lector interesado en adentrarse por los recovecos más
oscuros de China como al que quiera disfrutar de unos excelentes «relatos de no
ficción» que también funcionan como textos literarios autónomos.
Aunque en su juventud ya había logrado cierto prestigio como
poeta, Liao Yiwu suele repetir que la cárcel fue su escuela de escritura. Entre
rejas afinó su oído para el diálogo, sus dotes de observación, su desconfianza
hacia la «realidad» oficial, su modo directo y
sarcástico de dirigirse a sus interlocutores, con una rara camaradería
entre la piedad y el asco. Liao Yiwu es un autor excéntrico e inclasificable
desde muchos puntos de vista. Entrevistador, reportero, cronista, contador de
historias, retratista satírico, médium... Christen Cornell definió como nadie
su desesperanzada y corrosiva visión de la China contemporánea: «Incluso lo
siniestro parecía oscuramente divertido en las manos de Liao, como si la vida
fuera una comedia perversa coreografiada por el dinero y el poder».
Después
de este largo y macabro post, nada mejor que terminar con un poco de karaoke y bailoteo
frente a…un muerto...
...y con una canción tradicional del oeste de China interpretada por Liao Yiwu.
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Una entrada excelente, Manuel. Tenía este libro en mi punto de mira, pero no me acababa de decidir a comprarlo... Ahora sí. ¡Me lo apunto!
ResponderEliminar¡Gracias!
Gracias a ti, Silvia. Espero que, si te animas a leerlo, escribas también una reseña en tu blog. Me interesaría mucho tu opinión sobre este libro.
ResponderEliminarExcelente reseña, gracias
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