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Simon Leys, La felicidad de los pececillos. Cartas desde las antípodas; Acantilado, Barcelona, 2011. Traducción de José Ramón Monreal |
Zhuang Zi y el maestro de lógica Hui Zi se paseaban por el puente del río Hao. Zhuang Zi observó:
«¡Mira lo felices que son los pececillos que se agitan ágiles y libres!». Hui Zi
objetó: «Si no eres un pez, ¿de dónde sacas que los peces son felices?». «Como
tú no eres yo, ¿cómo puedes saber lo que yo sé de la felicidad de los peces?».
«Te concedo que yo no soy tú y que, por tanto, no puedo saber lo que tú sabes.
Pero como tú no eres pez, no puedes saber si los peces son felices». «Retomemos
las cosas desde un principio—replicó Zhuang Zi—. Cuando me has preguntado “¿de
dónde sacas que los peces son felices?”, la forma misma de tu pregunta
implicaba que sabías que yo lo sé. Pero ahora, si quieres saber de dónde lo sé,
pues bien, lo sé desde lo alto del puente».
Simon Leys, La felicidad de los pececillos
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Simon Leys. Foto: Ray Strange |
La mayor parte de los escritores contemporáneos chinos suele
citar entre sus referentes literarios a autores occidentales. Lo contrario es más
bien insólito. China ha estimulado la imaginación, ha funcionado como decorado
de veleidades orientalistas varias, como espejo o como trasfondo de juegos
literarios, pero, en muy pocos casos, esas referencias han estado fundamentadas
en un conocimiento sólido de la literatura china. El belga Simon Leys, pseudónimo
de Pierre Ryckmans, además de un escritor originalísimo y exquisito, es sinólogo
y traductor al francés de, entre otros, Confucio, Shen Fu y Lu Xun.
La felicidad de los pececillos es una recopilación de artículos, publicados previamente en Le Magazine Littéraire, que podría muy bien pertenecer a ese género que los antiguos chinos llamaban el biji (笔记, literalmente, anotaciones a
pincel), «apuntes ocasionales» en los que, de forma parecida a nuestras misceláneas, se alternaban con ligereza
la nota erudita y la anécdota, la especulación filosófica y el cuento popular,
la observación más trivial y la reflexión más aguda. La obra de Simon Leys
gravita en torno a dos temas recurrentes: China y el mar –muy recomendable Los náufragos del «Batavia», también
publicada por Acantilado-, pero su erudición y su curiosidad abarcan los asuntos más variados siempre desde un
punto de vista singular, penetrante y, al mismo tiempo, ligero. Desde sus
antípodas geográficas –vive en Australia- y culturales, sus precisas pinceladas
sobre el arte, la literatura y la historia de Europa o sobre nuestras costumbres nos invitan a
desorientarnos para aprender a mirar de otra manera y desde otra parte. Los
títulos de sus artículos traslucen ya su mirada juguetona y caústica: El éxito es vulgar, Un congreso de
escritores en el paraíso, Elogio de la pereza, Los cigarrillos son sublimes.
Simon Leys salta de Pancho Villa a Goethe o de los maoríes a Confucio sin perder
jamás la elegancia ni el don de la sugerencia. Vale la pena leer a este escritor raro y casi secreto, de verdad. Como muestra, uno de sus artículos: Sonata para piano y aspirador.
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Posteriormente, él mismo describió el fenómeno:
«Por supuesto continuaba sintiendo: podía experimentar esa
relación táctil con el teclado que tan rica es en asociaciones acústicas; y
también podía imaginar los sonidos que yo producía, incluso sin oírlos. Pero lo
extraño es que esta nueva forma de música me pareció de repente superior a todo
cuanto había precedido a la intervención del aspirador, y los pasajes en los
que yo no podía ya oír el menor sonido me parecían los mejores».
Mark Twain observó que la música de Wagner perdía mucho si
se la escuchaba: comprendo lo que quería decir, pero no es eso de lo que
hablaba Gould.
He encontrado esta anécdota en la biografía de Glenn Gould
escrita por Peter Oswald. Oswald, que también era músico, y psiquiatra, y amigo
de Gould, se encontraba triplemente cualificado para explorar el desarrollo de
ese genio excéntrico. Comentó este episodio particular:
«Al anular la música, el ruido mecánico del aspirador
desplazó la atención de Gould, y la encauzó hacia las sensaciones internas de
su cuerpo, permitiéndole ignorar los efectos acústicos de lo que tocaba. Fue
como un trip hacia el interior de sí
mismo, y fue intensamente placentero…Igual que determinadas formas de
meditación, las visiones, la hipnosis y otras técnicas para alterar súbitamente
los estados de conciencia, esta experiencia parece haber revelado a Gould un
aspecto desconocido del fenómeno musical. Fue como una epifanía, esta especie
de high emocional que los
adolescentes (y también otras gentes, por supuesto) alcanzan en momentos en los
que son particularmente vulnerables y que pueden cambiar su vida de manera
decisiva».
Este repentino descubrimiento que hizo Gould de la distancia
que separa la música percibida abstractamente por el cerebro de la música
sensible al oído, aunque constituyera para él una experiencia feliz, no fue
esencialmente distinta de lo que Beethoven vivió como una prueba trágica,
cuando la sordera le obligó a explorar esa dimensión muda de la música.
O también, para tomar prestada una comparación pictórica,
piénsese en los grandes nenúfares que Monet pintó hacia el final de su vida,
tras las cataratas que le afectaron gravemente a la vista. Asimismo tenemos
esos paisajes de Huang Binhong, soberbiamente negros y feroces con sus densos
entintados, que el artista pintó hacia la edad de ochenta y dos años, en un
momento en que se había vuelto completamente ciego. A continuación, una
operación le devolvió parcialmente la vista, pero, incluso antes de esta
intervención quirúrgica, no dejó de pintar; aunque no pudiera ver lo que
producía su pincel, se dejaba guiar por esos ritmos caligráficos que había
cultivado cotidianamente durante toda su larga vida. Para él, incluso cuando la
pintura dejó de ser una experiencia visual, siguió siendo un aliento vital.
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黄宾虹,HUANG BINHONG (1865–1955) , Paisaje. |
Esa música silenciosa cuya revelación tuvieron Beethoven y
Gould en unas circunstancias muy diferentes era desde hacía tiempo muy conocida
por los chinos. Sin duda habían sido llevados de forma más natural a hacer su
descubrimiento; en la música clásica china, en efecto, las divisiones son
cifras: no indican las notas musicales, sino solamente la sucesión de los
movimientos de los dedos sobre las cuerdas. Todavía hoy, los maestros de la
cítara (gu qin), en sus ejercicios
cotidianos, tocan a veces la «cítara muda»: ejecutan un fragmento entero sin
emitir un solo sonido, dejando planear sus manos por encima del instrumento sin
tocar las cuerdas con sus dedos.
A principios del siglo V, un ilustre personaje original, Tao
Yuanming –quizá el poeta más querido por los chinos- , iba más lejos aún: se
llevaba a todas partes con él una cítara sin cuerdas. Cuando le preguntaron
para qué podía servirle un instrumento semejante, respondió: «Únicamente busco
la inspiración que duerme en el corazón de la cítara. ¿Para qué extenuarme
haciendo ruido con las cuerdas? ».