30 mar 2011

Cuentos de Liao Zhai: El mural

Pu Songling, Cuentos de Liao Zhai, Alianza, Madrid, 2004
Traducción: Laura A. Rovetta y Laureano Ramírez


Uno de los grandes clásicos de la literatura fantástica china es Pu Songling 蒲松齡(1640-1715), autor de los célebres Cuentos de Liao Zhai, también conocidos como Cuentos extraordinarios de tertulia. Quizá a muchos les resulte familiar la obra de Pu Songling gracias a las innumerables - y muy desiguales- adaptaciones cinematográficas de sus relatos. Cito sólo tres de las más populares: Una historia china de fantasmas (y sus secuelas), A touch of zen y Painted Skin.





Con los Cuentos de Liao Zhai inauguramos en este blog una sección dedicada a ese inmenso legado de espectros y seres sobrenaturales que, desde la antigüedad, han formado parte de la vida cotidiana de tantos chinos y que tan presentes están en su literatura. No podía ser de otra manera en un país cuya religión más arraigada y transversal es el culto a los antepasados, como nos recuerdan aún los millones de chinos que esta semana  celebran con ofrendas y sacrificios el Qingming, la festividad de los difuntos.

Confucio nos previno: «Respeta a los fantasmas y a los dioses, pero mantente alejado de ellos». Lamentando desobedecer al maestro, en próximas entradas nos aproximaremos a algunas manifestaciones de lo sobrenatural en la literatura china. Hoy, como aperitivo inaugural de esta sección, y como invitación a la lectura del resto de los Cuentos de Liao Zhai,  nos quedamos con uno de los  más redondos y sugerentes relatos de Pu Songling: El mural.



EL MURAL

  Meng Longtan era de la provincia de Jiangxi y vivía en la capital con un letrado que se llamaba Zhu. Un día, paseando por las afueras de la ciudad, llegaron hasta un monasterio. No se veían allí espaciosos salones de meditación, sino sólo un viejo bonzo medio desnudo que, al divisar a los visitantes, se arregló la ropa y salió a recibirlos, mostrándoles a continuación todo lo que había en el templo digno de ver.
  Había sobre el altar una imagen de Zhi Gong, y en las paredes maravillosos frescos de hombres y animales representados con tanto verismo que parecían seres animados. En el muro oriental estaban pintadas varias hadas, entre las que destacaba una joven con trenzas de doncella que estaba recogiendo flores y sonreía amigablemente. Tenía una mirada vívida y chispeante y a sus labios de cereza sólo les faltaba hablar.

16 visualizaciones de la Reina Vaidehi
Pintura mural. Gruta 45. Capillas de
Mogao. Siglo VIII
  El letrado Zhu quedó embelesado mirándola y perdió la noción de cuanto le rodeaba. De repente, sintió que flotaba en el aire, como cabalgando sobre una nube, y se vio atravesando el muro. Del otro lado se veía una ininterrumpida sucesión de pabellones que por su forma no parecían de este mundo y a un viejo bonzo que predicaba la Ley de Buda rodeado de una multitud atenta. El letrado se metió entre la muchedumbre y al poco tiempo sintió que alguien le tiraba con suavidad de la manga. Al volverse distinguió a la joven que había visto pintada en el templo, que se alejaba sonriendo. Comenzó a seguirla. La muchacha enfiló un camino serpenteante y llegó hasta un pequeño aposento, en el que entró. El letrado no se atrevía a seguirla, pero la joven agitaba las flores que llevaba en la mano como para darle a entender que entrara. Al fin se decidió y vio que, aparte de ella, no había nadie más en el interior. La abrazó sin que ella opusiera resistencia y ambos disfrutaron de los deleites del amor. Después la joven se fue, rogándole antes al letrado que no hiciera ruido y que la esperara hasta la noche.

  Lo mismo ocurrió en los dos días siguientes, hasta que las compañeras de ella descubrieron el juego.

-¡Ya eres toda una mujer! -le dijeron a la joven entre risas-.¡No puedes seguir haciéndote ese peinado de soltera!.
En seguida le dieron las horquillas y los ornamentos de cabeza apropiados y la obligaron a cambiarse de peinado. Ella, en medio de su sonrojo, no acertaba a decir palabra.
-¡Hermanas!- gritó una de ellas-¡Aquí estamos de más! ¡Dejemos sola a la pareja!


  Todas rieron de nuevo y se marcharon. El letrado estaba fascinado con el nuevo peinado y, viendo que no había nadie delante, la tomó de la mano y la llevó a la cama. El olor a orquídea y a almizcle le embargaba el corazón y su alegría no tenía fin.
Pero, estando en esto, oyeron gran estrépito de pasos y cadenas y una voz ronca y salvaje de hombre enfurecido. Los amantes, muertos de miedo, escudriñaron por una rendija y vieron a un hombre de cara negra como el carbón, cubierto con una armadura dorada y armado de látigos y cadenas. Estaba imprecando a las demás mujeres.
-¿Estáis todas aquí?
-¡Sí, todas!
-Si tenéis escondido a algún mortal, decídmelo en seguida y os ahorraréis el castigo.
Las hadas dijeron que no había ningún mortal entre ellas y el hombre comenzó a buscar por el lugar.
-¡Rápido, escóndete debajo de la cama! - le dijo aterrorizada y con cara de color ceniza la joven, que abrió al punto una puertecilla que había en el muro y desapareció.
  El letrado apenas se atrevía a respirar. Sólo habían transcurrido unos momentos cuando oyó pisadas de botas que entraban en la habitación y luego volvían a salir, y al poco tiempo sintió que las voces se iban desvaneciendo en la distancia. Pero antes de que pudiera tranquilizarse volvió a oír ruido de voces acaloradas que iban y venían desde el otro lado de la puerta, lo que le obligó a seguir encogido donde estaba, debajo de la cama. Con el paso del tiempo, los oídos le zumbaban como si tuviera dentro una legión de chicharras y los ojos le ardían como tizones. Aunque la postura en que estaba le resultaba insoportable, permaneció sin atreverse a mover un dedo esperando el retorno de la joven y sin pararse a pensar por qué se encontraba en semejante situación.

Fresco. Dinastía Tang. 710
 A todo esto, Meng Longtan había advertido la súbita desaparición del amigo y le preguntó al monje por su paradero.
-Ha ido a escuchar la Ley- le respondió.
-¿Adónde? -preguntó Meng.
-No muy lejos -fue la respuesta.
El viejo bonzo golpeó la pared con los nudillos y gritó:
-¡Amigo Zhu! ¿Por qué tardas tanto?
En seguida apareció pintada en la pared la figura del letrado, con las orejas tiesas en actitud de escucha.
-¡Hace rato que tu amigo te está esperando!- añadió el bonzo.
  El letrado bajó del muro. Estaba rígido como un bloque de madera, tenía los ojos desorbitados del miedo y las piernas le temblaban como un flan. El amigo le preguntó qué le ocurría. Lo que ocurría era que, estando escondido debajo de la cama, había oído un ruido semejante al trueno y se había lanzado afuera.
 En ese instante los dos amigos advirtieron que la joven de trenzas del mural estaba ahora peinada como una mujer casada. El letrado Zhu, muy sorprendido, le preguntó al viejo bonzo la causa.
-Las visiones se originan en la imaginación del que las crea -contestó, sonriendo-.¿Qué otra explicación puedo darte?
Como la respuesta no convenció nada al letrado, y menos a su amigo, que tampoco las tenía todas consigo, ambos enfilaron las escaleras y se alejaron del templo a toda prisa.



Como ya viene siendo costumbre en este blog, un epílogo musical:

24 mar 2011

La República del Vino



Mo Yan, La República del Vino, Kailas, Madrid, 2010.
Traducción: Cora Tiedra




                                                   Hay un rumor que corre por ahí sobre una mujer que trabajaba
como crítica literaria en Beijing y que escribió un artículo en contra
de las aportaciones de Li Qi a la literatura después de disfrutar
de una agradable comida con él. Lo publicó en un periódico y tres
días después esta crítica literaria fue raptada por los hombres
de Li Qi y la llevaron a Tailandia, donde la vendieron como prostituta.

Mo Yan, La República del vino, p. 81.

La República del Vino comienza como una novela policíaca: el inspector Ding Gou’er se dirige a la Tierra del vino y los licores, famosa por la excelencia de sus bebidas alcohólicas y por su exuberante cocina, para desenmascarar a una banda de gastrónomos que, según algunos indicios, podría estar aderezando sus suculentos festines con carne de niño. Desde las primeras páginas advertimos que el inspector es un absoluto inútil con serios problemas para controlar tanto su pistola como sus torpes arrebatos. Apenas llega al lugar del presunto delito, las máximas autoridades le reciben con un pantagruélico banquete acompañado de discursos y de una sucesión interminable de brindis que acaban por ahogar al inspector en un mar de vómitos y alcohol. Ya no se recuperará de la monumental cogorza hasta el final de la novela y, a partir de este momento, la trama que presuponíamos policíaca se convierte en una mascarada grotesca y sin rumbo, en un gran guiñol por el que arrastran su borrachera una serie de personajes a cuál más excéntrico: una camionera con aires de Mata-Hari por la que el inspector pierde la cabeza y todas sus pertenencias; el bebedor sin fondo Diamante Jin; un enano propietario de una taberna que, además de manjares como genitales de burro, ofrece a sus clientes sustanciosas orgías, etc.

Este relato policíaco degenerado en tablado de marionetas macabras es, en realidad, el borrador de una novela titulada también La República del Vino, a cuyo vacilante proceso de escritura asistimos gracias al intercambio epistolar entre su autor, Mo Yan, y un rendido admirador y aprendiz de escritor. El aprendiz adjunta en cada una de sus cartas un relato ambientado en su tierra natal, la Tierra del vino y los licores, con la esperanza de que el consagrado Mo Yan le ayude a publicar en la revista Literatura para ciudadanos. Mo Yan, al mismo tiempo que da amables largas al joven, se apropia de sus relatos y los convierte en el hilo argumental de La República del Vino. Tres son, pues, los ejes que vertebran la obra: una fantasmagoría policíaca semiplagiada; la correspondencia entre un escritor consagrado y un escritor novel; y los relatos, ocho en total, escritos por este último. Todos ellos convergen cuando el propio Mo Yan viaja a la Tierra del vino y los licores en el último capítulo de la novela; un Mo Yan desdoblado que, por una parte es el narrador homodiegético del banquete que cierra la farsa; por otra, es un personaje más con el que su homónimo narrador se ensaña hasta hacerle terminar de la misma y patética manera que el inspector Ding Gou’er: por los suelos y con un coma etílico rematado con un homenaje tabernario al monólogo final de Molly Bloom en el Ulises.






Aunque Mo Yan ha frecuentado la sátira y ha explorado las costumbres atávicas, a menudo brutales, de la China rural en muchas de sus novelas, el sarcasmo, la truculencia, la bilis que salpica las páginas de La República del Vino, no tienen parangón en toda su obra. Publicada en español por la editorial Kailas a finales del 2010 y traducida -sospecho que con prisa- no del chino, sino de la versión inglesa de Howard Goldblatt (Arcade Publishing, 2000), La República del Vino, en chino Jiuguo 酒国, literalmente El país del alcohol, es quizá el fruto amargo de una serie de circunstancias que no convendría obviar. En una conversación con Noël Dutrait, traductor de la novela al francés, Mo Yan revelaba lo siguiente:

Comencé a escribir La República del Vino en julio de 1989. Estaba enfermo, tenía hemorroides y me vi obligado a escribirla en cuclillas. Nadie ignora lo que ocurrió en China en aquellos días...


Si alguien no recuerda lo que pasó en China pocos días antes de que Mo Yan comenzara a escribir en Pekín su sátira más descarnada, estas imágenes le refrescarán la memoria.  Mo Yan, recordemos, no es un disidente. Vive en Pekín, es miembro del Partido Comunista, ha formado parte del ejército durante casi toda su vida y en las entrevistas que concede a los medios occidentales suele decepcionar a los periodistas que esperan sonsacarle alguna crítica al régimen chino. Es, más bien, un infiltrado que desde su profundo conocimiento de la tradición cultural y literaria china, de los resortes del poder y de las miserias humanas, ha creado una obra incómoda y descreída, de un humorismo emparentado de algún modo con las dicotomías pirandellianas flujo/forma, rostro/máscara con las que el escritor siciliano intentó desvelar -de manera más sutil y compasiva- esa fantasmagoría mecánica a la solemos llamar realidad; humor que, en ciertos pasajes de La República del Vino, se aproxima al sentido griego y medieval de la palabra: líquido corporal, serosidad. Por la novela fluye el alcohol, el sudor, los vómitos, la orina...y les ahorro la descripción de otras exquisiteces que quizá sólo los amantes del cine gore sabrán apreciar.

Todo este hedor escatológico va directo a la yugular de la China oficial y de su representación idealizada. La obsesión por el alcohol y por manjares refinados hasta lo demencial  son aquí  el espejo cóncavo de la glotonería de las clases dirigentes, de una estructura social y política caníbal, de una realidad sólo comprensible desde la ebriedad:

¡El vino y el licor son el lubricante de la maquinaria del Estado; sin ellos, la maquinaria no puede funcionar con suavidad! (p. 233)

Los ciudadanos ahora viven cómodamente, están de camino a un cierto bienestar y sueñan con el día en que puedan considerarse ricos. ¿Qué se entiende -se preguntarán- por «rico»? «Comunismo», justo eso. Ahora que han leído hasta aquí, queridos lectores, pueden entender por qué el Comité del Partido municipal y el gobierno han construido una cuba enorme y un tonel. (p. 397)


Drunken master o El mono borracho en el ojo del tigre
El narrador -fluctuante y burlón- de la novela participa también de esta «colectivización» etílica y, aunque la traducción difumina su potencial, las abundantes citas distorsionadas de consignas maoístas o de proverbios célebres acentúan, sobre todo para el lector chino, la comicidad irreverente del texto, me asegura desde Pekín mi amiga Hongyan, alma de este blog. Quien pueda contrastar el original advertirá mejor el juego y la parodia que nos propone Mo Yan: por ejemplo,  un capítulo escrito a la manera de Lu Xun; otro, en la más solemne prosa maoísta; tampoco puede pasarnos desapercibida la reescritura paródica de varios cuentos tradicionales chinos. La República del Vino es un golpe certero del mono borracho en el ojo del tigre, y quienes hayan visto esta película de Jackie Chan comprenderán que no es una alusión gratuita, como tampoco lo es el sugerir que esta novela bebe de la literatura y del cine popular tanto como de la tradición oral y de los clásicos de la literatura fantástica china. En una reseña publicada recientemente en El País, José María Guelbenzu emparentaba a Mo Yan con Kafka por su manera de contar un suceso o serie de sucesos fantásticos con el más depurado realismo. Sin duda, Mo Yan conoce bien la literatura occidental y,  su experimentación formal, tan novedosa en la China de los ochenta, es deudora de  modelos extranjeros. No obstante, Kafka tiene muchos precursores en la literatura china y sospecho  que es de estos últimos de quienes se nutre el imaginario de La República del Vino. Pienso en el citado Lu Xun, el de Diario de un loco (Universidad Veracruzana, 2007) y, sobre todo, el de  Gushi Xinbian (Contar nuevo de viejas historias, Hiperión, 2001); pienso en el Viaje al Oeste. Las aventuras del Rey Mono (Siruela, 2004); pienso en el costumbrismo de tantos relatos chinos de fantasmas y en el cuento folclórico oral, verdadera escuela de escritura de un autor como Mo Yan, menos interesado en discursos intelectualistas que en ahondar en la llamada búsqueda de las raíces campesinas, en las que lo cotidiano y lo extraordinario comparten un mismo lenguaje realista. Quizá en este último elemento estribe la originalidad y la fuerza de su voz, a menudo grosera, siempre alejada de convencionalismos bienpensantes, y explique también la crudeza de La República del Vino, obra que deberíamos leer en cuclillas, o en el cuarto de baño, jamás en un sofá de terciopelo.

La renovación radical de la literatura china que varios autores protagonizan en los años ochenta pasa, en el caso de Mo Yan, por la exploración formal  ya  mencionada y, sobre todo, por una reivindicación de las tradiciones que el estéril realismo socialista había asfixiado durante décadas: el imaginario de la China rural, la literatura y el arte están poblados de leyendas y fantasmas que en La República del Vino se manifiestan después de un largo silencio. Por ejemplo, un mundo muy afín al de la fantasmagoría de la Tierra del vino y los licores lo encontramos en Luo Ping, el originalísimo pintor de fantasmas del siglo XVIII.


Fantasmas. Luo Ping (1733-1799)
Concluyo con un canto al vino y una aclaración. 'Vino', en este contexto,  es simplemente un modo de traducir la palabra  jiu 酒, término genérico utilizado para referirse a cualquier tipo de bebida alcohólica.   Ahora sí, un canto al vino extraído de la película de Zhang Yimou Sorgo rojo. Mo Yan, además de autor de la novela en la que se basa la película, fue también su guionista. ¡Salud!  干杯