2 dic 2010

Lin Shu, autor del Quijote


LIN SHU 林紓 (Fuzhou,1852-Pekín,1924)
 Cuando el joven Lin Shu superó los exámenes imperiales, no contaba con la broma que el destino le había reservado. Un puesto de funcionario, una mujer devota y tiempo para desentrañar los clásicos chinos era todo lo que Lin Shu esperaba de la vida. A nadie -a él aún menos- se le hubiera pasado por la cabeza que ese erudito rancio que jamás había levantado la nariz de las obras canónicas del confucianismo, estuviera llamado a revolucionar la literatura china.

La vida de Lin Shu transcurrió sin grandes sobresaltos ni hechos dignos de mención hasta que, a los cuarenta y cinco años, una tragedia personal, unida a otros azares y circunstancias, transformó a nuestro modélico estudioso en la más desaforada fábrica de producir novelas jamás vista en el mundo antes de Corín Tellado. No menciono a Corín Tellado sólo porque a mucha gente le da risa, sino porque nos puede venir bien -gracias, Corín- para entender la poca consideración que, hasta bien entrado el siglo XX, se tenía en China hacia la novela. La palabra que utilizan los chinos para referirse a las novelas (xiaoshuo小说) significa algo así como "pequeña cháchara" o "discursos triviales, insignificantes". Que un erudito chino escribiera novelas era algo casi inconfesable. Las escribían, sí, pero bajo pseudónimo, como haría cualquier catedrático emérito zamorano al que le diera por publicar fotonovelas románticas. Y Lin Shu dejó de lado sus estudios clásicos para consagrarse al género ínfimo.



El hecho trágico que marca un antes y un después en la vida de Lin Shu es el fallecimiento de su esposa. Hundido en la tristeza, nada parece interesarle hasta que un día recibe la visita de su amigo Wang Shouchang, recién llegado de Francia con historias que contar y novelas francesas. El argumento de una de ellas, La dama de las camelias, fascina tanto a Lin Shu que pide a su amigo que se la narre de principio a fin. Apenas Wang Shouchang terminó el relato, Lin Shu se sentó a escribir su primera novela: La dama de las camelias. Desde entonces y hasta el final de sus días, fueron pasando por su casa amigos que llegaban de países lejanos con historias maravillosas que harían alcanzar a Lin Shu la gloria literaria. Su bibliografía consta de más de 180 obras, muchas de las cuales se convirtieron inmediatamente en clásicos. Algunos de los títulos más celebrados de Lin Shu son David Copperfield, Robinson Crusoe, Los viajes de Gulliver, Don Quijote de La Mancha, Cartas persas y Estudio en escarlata.


Lin Shu, La dama de las camelias, 1899


La obra de Lin Shu fue acogida con entusiasmo por una gran mayoría de lectores y con ciertas reticencias por parte de una crítica que le reprochaba su estilo arcaico. Hay que tener en cuenta que este es un periodo de vehementes debates sobre la conveniencia de abandonar el llamado chino literario o wenyan en favor de la lengua vernácula o baihua. Lin Shu, partidario del primero, compuso toda su obra en estilo clásico, lo que le convierte, por un lado, en un gran renovador; por otro, en una de las últimas reliquias del wenyan, una lengua exclusivamente literaria que tenía muy poco que ver con el chino hablado en la calle. De hecho, en 1920, el gobierno chino decide abolir la enseñanza del wenyan en las escuelas, decisión que añade otra singularidad a nuestro caso: la lengua de Lin Shu recibió el certificado de defunción cuatro años antes que él, lo que no impidió que su fantasma siguiera manifestándose en toda la literatura china posterior.

Casa de Lin Shu en Fuzhou
Lin Shu no sólo popularizó la novela y la sacó de la indigencia para convertirla en el género más cultivado de su tiempo, sino que introdujo técnicas hasta entonces inéditas o muy inusuales en la narrativa china: la descripción psicológica de los personajes, el uso de la primera persona del singular y la integración en la ficción del estilo epistolar y del diario. De todos estos recursos, se hace eco una narración capital que suele ser considerada como la obra que inaugura la literatura china en lengua vernácula: nos referimos al Diario de un loco de Lu Xun, padre de la literatura china contemporánea y devoto lector de Lin Shu durante su juventud.

Caligrafía de Lin Shu
Las novelas de Lin Shu fueron quizá las más leídas en China durante las dos primeras décadas del siglo XX. El éxito no alteró su sobriedad de erudito y ocultó su nombre con modestia bajo exóticos pseúdonimos que muy poco decían a la mayoría de sus lectores: Dickens, Conan Doyle, Cervantes, Dumas, H.G. Wells, Robert Louis Stevenson, Walter Scott, Balzac, Montesquieu, etc.

Antología de Lin Shu
 
Después de consultar dos tesis doctorales y unos cuantos artículos sobre su obra, confieso que aún no sé si Lin Shu fue un impostor, un genio, un traductor o un novelista. Sabemos que sólo hablaba chino; que los amigos que le narraban las novelas no eran ni brillantes filólogos ni expertos en literatura occidental; sabemos que en cuatro horas era capaz de escribir o traducir seis mil palabras; sabemos que el célebre sinólogo inglés Arthur Waley aseguraba que las mejores páginas de Dickens fueron escritas en chino por Lin Shu. Quizá, este precursor chino de Borges dejara anotado en algún lugar que «el original es infiel a la traducción» . De momento, nuestra única certeza es que Lin Shu dedicó un tercio de su vida a transcribir en una lengua muerta el eco de unas voces lejanas. Tal vez, no consista en otra cosa ese gran guiñol que es la literatura.
 
« No sé ningún idioma extranjero, pero tengo unos amigos que me narran las obras y yo redacto(...). Así pues, yo siempre actúo como una marioneta.»


Bibliografía:

WANLONG GAO, Recasting Lin Shu. A Cultural Approach to Literary Translation, Faculty of Arts, Griffith University, 2003
YUFEN TAI, La influencia literaria y el impacto cultural de las traducciones de Lin Shu (1852-1924) en la China de finales del siglo XIX y principios del XX, Dto. Traducción e Interpretación, U.A. Barcelona, 2003


Actualización 12-04-2013

Michael Gibbs Hill acaba de publicar un libro sobre las traducciones de Lin Shu: http://www.chinafile.com/lin-shu-inc


25 nov 2010

Polvo rojo




                                        Ma Jian, Red Dust; Anchor, NY, 2002, Translated by Flora Drew
                                        Ma Jian,  Polvo rojo; Seix Barral Argentina, BA, 2006





Monica Vitti: Tengo los ojos mojados. ¿Qué quieren que haga con mis ojos?
 ¿Cómo debo mirar?
                                                  Richard Harris: Tú te preguntas cómo debes mirar. Yo me pregunto cómo debo vivir.
 Es lo mismo. 

 Michelangelo Antonioni, El desierto rojo
                                                                         


 
A principios de los años setenta, un Mao Zedong cada vez más achacoso abre -o, más bien, entreabre- las puertas de China al resto del mundo. Uno de los primeros en llegar es un director de cine italiano que había diseccionado con su cámara los silencios, los vacíos y el malestar de las clases opulentas europeas: Michelangelo Antonioni. El ingreso de la República Popular China en la ONU y el establecimiento de relaciones diplomáticas con las potencias occidentales obliga al gobierno chino a reforzar la propaganda exterior y, con ese objetivo, invita a Antonioni a realizar un documental para mayor gloria internacional del Gran Timonel. El resultado, sin embargo, desató todas las furias de la clase dirigente, que tachó la película de insulto al pueblo chino y de ataque a la Gran Revolución Cultural Proletaria. Viajemos unos minutos con Antonioni a la plaza Tian'anmen de aquellos años :




                                                 




Si algún improbable lector tiene la todavía más improbable vocación de dedicarse a la fotografía de propaganda política, dispone de una excelente bibliografía gracias a los ríos de tinta que corrieron en China tras la fugaz exhibición del documental de Antonioni. Las críticas son un verdadero manual de fotografía socialista. Pasan por alto el casi ingenuo relato del narrador y se centran en aspectos técnicos como los encuadres y la iluminación; ignoran las palabras de Antonioni, pero censuran su mirada. Antonioni, en realidad, no se desvía del itinerario de lugares emblemáticos o ejemplares que las autoridades chinas le imponen: la plaza Tian'anmen, un hospital, un puente sobre el río Yangtse, un espectáculo de acrobacias, etc. Pero lo que su cámara retrata no es una China uniforme y modélica contemplada por un observador ideal, sino una China desmembrada, fragmentaria, en la que el pueblo hace cosas tan contrarrevolucionarias como tocarse la nariz, rascarse o ir al baño. El mayor defecto de la secuencia que acabamos de ver, según los críticos maoístas, era el de no haber reflejado la grandeza de Tian'anmen ni el patriotismo de los ciudadanos chinos allí presentes. Antonioni, por el contrario,

«con malas intenciones, en lugar de mostrar esta realidad, filmó sólo la ropa, el movimiento y las expresiones de la gente: aquí, unos cabellos revueltos; allá, personas con expresión de miope cegadas por el sol; ahora, unas mangas; después, unos pantalones...Se ha estrujado el cerebro hasta filmar unos primeros planos que distorsionan la imagen del pueblo y deshonran su índole espiritual. Esto no es sino veneno de la peor calaña».

Este fragmento que acabamos de traducir y algunas otras perlas que dedicó la crítica maoísta a Antonioni pueden leerse en inglés en esta página. Susan Sontag también dedicó unas líneas al asunto en su ensayo Sobre la fotografía (Debolsillo, 2008).
Deberíamos añadir que, desde hace ya unos años, el documental de Antonioni no sólo está permitido sino que es objeto de culto por parte de muchos jóvenes cineastas chinos. El pasado mes de mayo, tuve la oportunidad de asistir a una proyección de Chung Kuo en Shanghai. No sólo ningún chino se sintió insultado sino que ciertas escenas arrancaron sonoras carcajadas entre un público muy joven, quizá más acostumbrado a utilizar la palabra Mao para referirse a uno de los locales nocturnos de moda en Shanghai, que para evocar al líder mofletudo que marcó la vida de sus padres. No obstante, siempre nos quedará una duda: ¿Qué hubiera ocurrido si el gobierno chino hubiera encargado el documental a Fellini o a Berlanga?


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No resulta inverosímil pensar que Antonioni coincidió en algún momento con un joven chino con inquietudes artísticas que acababa de abandonar su Qingdao natal para trabajar en Pekín como fotógrafo al servicio de los sindicatos de propaganda exterior. Ese joven fotógrafo, Ma Jian, estaba llamado a convertirse en una de las voces más cáusticas y originales de la literatura china en el exilio, en una de las miradas más implacables, menos condescendientes con la pujante China de hoy en día. La consagración literaria le llegó con su novela más reciente, la ambiciosa y monumental Pekín en coma (Mondadori, 2008), un crudo diálogo entre el cuerpo paralizado de una víctima de las revueltas de Tian'anmen y la historia contemporánea de China . Sin duda, dedicaremos una entrada a esta obra, pero hoy nos ha parecido oportuno remontarnos al momento en el que el fotógrafo oficial que fue Ma Jian descubre que fotografiar, más que inmortalizar, es, como dijo Susan Sontag,«hacerse partícipe de la mortalidad, de la vulnerabilidad, de la mutabilidad de otra persona o cosa».

Polvo rojo es el relato autobiográfico de un viaje de tres años (1980-83) a través de China. Ma Jian escribió el libro en Londres, veinte años después de unos hechos cuya narración, a menudo, parece más una sucesión de fotografías rescatadas, escudriñadas al detalle y anotadas compulsivamente por un viajero receloso de sus propios recuerdos. La obra comienza con el desmoronamiento de una realidad, de una mirada: divorciado, traicionado y denunciado por su amante, Ma Jian se convierte en blanco de la campaña contra la «contaminación espiritual» puesta en marcha por Deng Xiaoping en los años ochenta y se ve obligado a redactar una autocrítica ante sus superiores del Ministerio de Propaganda. Ma Jian sabe que «cuando uno trabaja para el Partido, debe ser capaz de falsificar la realidad», es decir, de crear una representación ideal y edulcorada que se ajuste a la definición oficial de realidad. A este juego de realidades y apariencias se refiere el término budista que da título al libro. En el budismo, el «polvo rojo» (hongchen 红尘) es el mundo de las apariencias en el que creemos vivir, la realidad fenoménica, con frecuencia controlada por el poder, siempre distorsionada e ilusoria, que nos impide acceder a la realidad nouménica de la iluminación (satori o  wu悟). En las primeras páginas del libro, Ma Jian introduce una cita del clásico que todos los chinos conocen, el Sueño en el pabellón rojo y, como su protagonista, Bao Yu, «logra ver a través del polvo rojo de la ilusión y, libre de las ataduras de este mundo, parte en busca de la iluminación». Antes de abandonarlo todo y comenzar su errática peregrinación, Ma Jian hace votos de budista laico. Tiene treinta años. En su mochila, poco más que una cámara de fotos, un ejemplar de Hojas de hierba, una cantimplora, poco dinero y un cuaderno.

«Confucio dijo que a los treinta años un hombre debe asumir su posición en el mundo, pero tú no sabes ni siquiera quién eres. El año pasado perdiste a tu mujer y a tu amante, ahora estás a punto de perder el trabajo. Te quedan aproximadamente veinte mil días antes de morir. ¿Por qué malgastas tu vida? »

« La China es un agujero negro en el que quiero sumergirme. No sé hacia dónde voy, sólo sé que debo moverme. Llevo conmigo todo lo que fui; todo lo que seré, me espera en el camino que voy a recorrer. »



Ma Jian busca su propia identidad en los rostros que le habían sido vedados hasta ese momento, en la China plural, contradictoria, cambiante, que su cámara de fotos nunca había podido registrar. Deambula; sufre todo tipo de calamidades, hambre, robos, frío, enfermedades, cárcel; coquetea con la muerte; cambia de nombre; ejerce los trabajos más dispares, peluquero ambulante, pescador, dentista callejero, vendedor de ungüentos mágicos, organizador de exposiciones. La crítica anglosajona suele emparentar a Ma Jian con Jack Kerouac. Puestos a establecer parentelas, sin salir de China, podríamos ubicar la obra de Ma Jian en los márgenes más realistas de una corriente de la literatura china llamada  «literatura de la búsqueda de las raíces» (xungen wenxue 寻根文学). Eso sí, resulta curioso el contraste entre los vagabundos celestes que desde los Estados Unidos idealizaban y bebían del imaginario de un Oriente eterno, más mítico que real, y el vagabundo Ma Jian, budista, sí, pero desencantado y con más fe en un Occidente, también idealizado, que en Buda, y, desde luego, más interesado en Walt Whitman, Joyce o John Updike que en el Sutra del Loto.

«Gingsberg puede cantar su desesperación por la ventana, puede gritar por las calles. A mí eso me parece el paraíso. Si lo que pretende decir es que su país no es un lugar habitable, en fin, debería venir un mes a China y veríamos qué piensa. Todos soñamos con ese momento en el que podamos cantar por las ventanas nuestra desesperación.»

Casi de un día para otro, en esa China de obreros, soldados y campesinos ejemplares que tanto había fotografiado Ma Jian en su primera juventud, todo parece haberse puesto en venta: se venden gatos, drogas, pociones milagrosas, esposas, los campesinos dejan sus tierras para endosar piezas arqueológicas falsas a los turistas, muchas mujeres se arrojan a los brazos del primer gañán con pasaporte occidental, todos sueñan con Shenzhen o Cantón, las ciudades en las que resulta más fácil enriquecerse.

«La vida aquí es tan precaria que la gente aprende a cambiar con el viento. Los hijos de la gente asesinada por el Partido trabajan ahora en las fuerzas del orden público; las familias destrozadas por Mao Zedong cuelgan fotografías con su imagen en las paredes. Porque todos saben que la historia de China cambia con la misma frecuencia con la que el Río Amarillo se desborda.»

Después recorrer lugares oficialmente invisibles como centros de desintoxicación, leproserías, aldeas habitadas por minorías étnicas en las que perviven tradiciones ancestrales como el chamanismo o el matriarcado, Ma Jian llega en las últimas páginas del libro al destino que había postergado durante tres años: el Tíbet. Pero el Tíbet de Ma Jian - quien quiera descubrirlo mejor, puede leer los cuentos de Saca la lengua (Emece, 2005) - tiene poco que ver con fantasías holliwoodianas al uso o con los fotogénicos y sonrientes lamas que brindan a tanto descreído occidental una sabrosa ración triple de misticismo, orientalismo y reivindicación. En el Tíbet de Ma Jian no hay esperanza, sólo buitres que elevan al cielo las almas crudas de los difuntos, la excepcional belleza del paisaje no es sino el decorado del más amargo teatro de la crueldad. El Tíbet es el territorio del desencanto definitivo, «Buda ya ni siquiera es capaz de salvarse a sí mismo».

«No vine como turista ni como escritor en busca de historias exóticas. Vine como un peregrino. Esperaba una revelación o, al menos, una confirmación. En cambio, ahora estoy más confundido que nunca(...) Me siento como en un escenario. La gente que me rodea está absorta en su propio papel e intenta poner en escena este gran espectáculo, pero nada parece real (...) Yo no tengo papel. Sólo puedo hacer de espectador, pero no existen las butacas y me veo obligado a mezclarme en el escenario con los actores. Es una sensación horrible. »


Tíbet. Samye ferry. Fotografía de Matthew Herschmann


Comenzábamos hoy con Antonioni para introducir la mirada fotográfica de Ma Jian. A pesar de la crudeza de ciertas imágenes, lo que predomina es una visión poética, minuciosa, fragmentada, sobre una realidad que se pretende -o que el Partido pretende- monolítica. La mirada de Ma Jian, privilegiado conocedor de los mecanismos y de las fragilidades que regulan la creación del lenguaje oficial, penetra siempre de manera incisiva en las artificiosas certezas que construimos y que nos construyen. Ma Jian habla de China, pero sería muy de agradecer que un día nos ofreciera su visión de esa Londres en la que vive desde hace varios años.

Volvamos al cine para terminar. Chen Kaige, con la película Tierra amarilla (1984) -casi contemporánea del viaje de Ma Jian- inauguró en el cine chino esa mirada frontal y afilada que, sin estridencias, casi en silencio, fue capaz de incomodar a las autoridades . No hace falta añadir que eso le costó caro al hoy rehabilitado con todos los honores Chen Kaige. La banda sonora de Tierra amarilla podría ser también la de Polvo rojo, y no sólo por capricho cromático o patriótico. Pero será mejor detenerse en este punto para no desalentarte a ti, mi semejante, mi hermana, mi única y heroica lectora que has llegado hasta el punto final aunque te importen un carajo mis lecturas chinas. Xiexie.



Nota: La traducción al castellano de todas las citas de Polvo rojo incluidas en esta entrada es mía. He manejado la edición de Flora Drew, traductora al inglés y esposa de Ma Jian.

16 nov 2010

Elogio de la anarquía por dos excéntricos chinos del siglo III




Elogio de la anarquía  por dos excéntricos chinos del siglo III. Polémicas del siglo tercero seleccionadas y presentadas por Jean Levi. Traducidas del chino antiguo y anotadas por Albert Galvany; Pepitas de calabaza, Logroño, 2009

 Casi a modo de declaración de intenciones, abrimos este blog con una obra «excéntrica» desde muchos puntos de vista: en primer lugar, excéntrica y singular en un panorama editorial español que, sólo en estos últimos años, ha comenzado a colmar sus inmensas lagunas sinológicas. La reciente traducción de dos clásicos como Sueño en el pabellón rojo Jin Ping Mei es una gran  -aunque tardía- noticia que, sin embargo, no nos hace perder de vista que la literatura no es más que la hermana pobre de un mercado editorial que, por razones obvias cuando hablamos de China, está mucho más interesado en otros temas de mayor actualidad y salida comercial. Este es uno de los motivos por los que hemos querido apostar en nuestra primera entrada por la cuidada y bella publicación de una pequeña editorial riojana, Pepitas de Calabaza, cuyo lema podría compartir este blog: «Una editorial con menos proyección que un cinexín» . Quizá conviene añadir otra singularidad editorial: Elogio de la anarquía por dos excéntricos chinos del siglo III fue publicada por primera vez en Francia por el sinólogo Jean Levi en una curiosa colección de inspiración situacionista, Éditions de l'Encyclopédie des Nuisances, cuyo catálogo reúne todo un arsenal, entre patafísico y ácrata, contra el progreso y la sociedad industrial.

Albert Galvany, sinólogo riguroso y traductor del chino clásico, autor de la primera versión directa -y fiable- en castellano del Yijing (más conocido como I Ching o Libro de las mutaciones), nos acerca ahora a los debates filosóficos en la China del siglo III gracias a su pulcra traducción y a unas muy oportunas notas que logran ayudarnos a salvar las distancias textuales, culturales y temporales. Hace dos años, Albert Galvany concedió una entrevista al periódico chileno El Mercurio en la que manifestaba su compromiso con la traducción del chino clásico. Merece la pena recordar sus palabras:

« Mi compromiso con la traducción parte de la convicción de que el establecimiento de un diálogo fértil con cualquier cultura distinta a la nuestra depende en gran parte de la calidad de las traducciones. Como ha señalado usted, la mayoría de las versiones del Sunzi o del Yijing, por mencionar dos de los escritos más populares, son indirectas y muy deficientes. Esa situación expresa la vigencia de un etnocentrismo tenaz y de una exotización gregaria de la civilización china. Muchos editores aceptan divulgar traducciones que jamás publicarían si en lugar de tratarse de textos chinos fueran obras de Aristóteles o de Kant y, por desgracia, muchos lectores compran esas versiones cuando las descartarían a buen seguro si sus autores fueran clásicos occidentales.»


 Una de las consecuencias del etnocentrismo y de la exotización que denuncia Albert Galvany es la idea generalizada de que en China y, en general, en Asia Oriental, no ha existido el debate filosófico propiamente dicho sino solo una suerte de conocimiento sapiencial transmitido de maestro a discípulo: la civilización del logos frente a la civilización del tao, diría François Jullien. Otra de las consecuencias tiene que ver con la extendida opinión de que en una sociedad de corte confuciano, resulta inimaginable concebir una organización social al margen de una jerarquía estricta, llámese esta Partido Comunista Chino, Imperio o incluso empresa. Precisamente, la traducción de las tres polémicas que conforman el Elogio de la anarquía por dos excéntricos chinos del siglo III , nos dice Jean Levi en el prólogo, tiene como primer objetivo desmentir tales aserciones. En realidad, basta una lectura superficial de clásicos como Mencio o el Zhuangzi para poder afirmar con Jean Levi que el debate, la argumentación « era la forma de expresión privilegiada en la China antigua». Y, desde luego, hay combates intelectuales no menos ágiles y feroces que las más encarnizadas peleas de kung-fu, mucho más célebres entre nosotros.

El debate intelectual fue especialmente intenso en el siglo que nos ocupa, un siglo III en el que, con la caída de la dinastía Han (206 a.C-220 d.C), la desarticulación de las instituciones imperiales pone en cuestión la ideología que las legitimaba: el confucianismo, bajo cuyas premisas, la expresión artística o filosófica no podía ser sino el reflejo de la cohesión entre organización social y orden celeste que el Imperio encarnaba. Desgraciadamente, las disputas no fueron sólo dialécticas. A la disgregación del Imperio se suceden las sangrientas luchas de poder entre las tres facciones que se arrogaban la legitimidad del trono imperial. Es el turbulento periodo que, siglos más tarde, inmortalizaría Luo Guanzhong en su Romance de los Tres Reinos. Este es el contexto en el que se mueven Bao Jingyan y Xi Kang, los dos excéntricos a los que se refiere el título.

Lo poco que sabemos de Bao Jingyan nos ha llegado a través Ge Hong, su antagonista en el primer debate del libro: «De la inutilidad de los príncipes». Nos han llegado, en cambio, muchas más noticias de Xi Kang, el polemista de los otros dos debates: «Sobre el carácter innato del gusto por el estudio» y «Sobre los efectos nocivos de la sociedad para la salud».

    
 Xi Kang fue uno de los siete sabios del bosque de bambú, legendario grupo de pensadores, músicos y poetas taoístas que, hartos del mundanal ruido, se refugiaron en un bosquecito para consagrarse al alcohol, a la conversación, a la poesía y a la música. Xi Kang pasó también a la historia por sus notables proezas amatorias con Ruan Ji, otro de los sabios del bosque. El Shishuo xinyu (Nueva compilación de palabras mundanas), un delicioso libro compilado en el siglo V por Liu Yiqing dedicado, entre otras cosas, a la chismología y a lo que hoy llamaríamos crónica rosa, nos da cuenta de una famosa anécdota protagonizada por Xi Kang, Ruan Ji y la mujer de Shan Tao, otro de los sabios. En este bosque sin armarios, la mujer de Shan Tao, notable voyeuse de la antigua China, gustaba de espiar a los dos pensadores durante sus tórridos encuentros sexuales. Parece ser que, estupefacta ante esa pasión que los cronistas del corazón de la época calificaron como «más fuerte que el metal y fragante como las orquídeas» y celosa de las hazañas genitales de los sabios, la señora de Shan Tao martilleaba a su erudito marido con continuos reproches en los que le venía a decir que menos poesía y más cumplir como un verdadero sabio del bosquecillo de bambú.

Xi Kang fue también músico, poeta, filósofo y alquimista. Escribió sobre teoría musical, ética y política. También estuvo interesado en una serie de prácticas dietéticas y respiratorias para alcanzar la longevidad que de poco le sirvieron cuando, como consecuencia de su continuo desafío a las convenciones sociales, fue condenado a muerte.

Tanto Bao Jingyan como Xi Kang basan su argumentación y su crítica social en algunos de los principios fundamentales del taoísmo filosófico - a no confundir con el taoísmo religioso en el que se basa buena parte de la tradición y del folclore chino-. Nos referimos a ese taoísmo directamente inspirado por el Daodejing y, sobre todo, por Zhuangzi, una corriente que, como nos recuerda Jean Levi, fue, al menos en sus comienzos, un movimiento de rechazo de la ideología oficial y  del orden establecido, una corriente que cuestionó las convenciones sociales en beneficio de la espontaneidad (ziran自然 ) y del wuwei (無為), la “no acción” entendida como el no forzar con artificios el orden natural del universo. El tema es infinito, la bibliografía extensa y, sin duda, frecuentaremos este terreno en próximas entradas. De momento, remito a alguna buena tradución del Daodejing (más conocido como Tao Te King o Tao Te Ching) o del Zhuangzi. Para el Tao Te King, quizá las más recomendables son las de Iñaki Preciado Idoeta (Trotta, 2006) y, sobre todo, la de Anne-Hélène Suárez Girard (Siruela, 1998). Para el Zhuangzi o Chuang Tse, el muy aconsejable Cuatro lecturas sobre Zhuangzi de Jean Paul Billeter (Siruela, 2003) y las versiones de Cristóbal Serra ( Ediciones Cort, 2.005), Preciado Iroeta (Circulo de Lectores, 2.000) o la edición parcial de Pilar González y Jean Claude Pastor-Ferrer (Trotta, 1998).

En el primero de los tres debates, «De la inutilidad de los príncipes», Bao Jingyan expone su visión de la «edad de oro» en términos muy semejantes a los que en Occidente nos describió Hesíodo. Añora ese mundo remoto, sin príncipes ni siervos, sin propiedad privada ni avaricia, un mundo regulado por el tao, el curso natural del universo, sin necesidad de leyes ni castigos. No es tan interesante su previsible exposición de la mítica edad de oro como el refinamiento dialéctico con el que rebate las ideas de su antagonista Ge Hong, cuyos argumentos apelan sobre todo a la tradición que ve en «el orden ritual, el orden social y el orden natural una misma cosa», con lo cual las instituciones no son sino la prolongación necesaria de un orden cósmico. Jean Levi nos sugiere la posibilidad de que el misterioso ácrata Bao Jingyan no sea más que un heterónimo del propio Ge Hong, que mediante este recurso logró poner en boca ajena sus ideas más subversivas:

«¿Pretendéis que los que han obtenido un puesto de mando no se dejen llevar por el engreimiento y que quienes han sido colmados de riquezas no abusen? Al perseguir con ahínco [riquezas y honores], ¿cómo no excederse? Una vez obtenidos, ¿cómo no perderlos?»


 Las dos polémicas en las que interviene Xi Kang sorprenden algo más al lector occidental. La primera, «Sobre el carácter innato del gusto por el estudio», es una diatriba contra uno de los pilares fundamentales de la tradición y de la cultura china: la escritura. Los principios morales y los ritos, vino a decir Xi Kang mucho antes que Rousseau, son la prueba palpable de que el hombre se ha alejado de su bondad primigenia y vive sometido a constricciones sociales que nada tienen que ver con las leyes del universo. La escritura, el estudio, la literatura canónica no son sino un instrumento de dominación burocrática que priva al ser humano de su espontaneidad y le distancia definitivamente de su ser natural. En realidad, lo que pone de manifiesto Xi Kang es una de las características de la lengua china durante casi toda la era imperial: la neta separación entre la lengua hablada y la lengua escrita hacía de esta última una sofisticadísima herramienta no de comunicación sino de poder, de un poder en manos de unos pocos, situación contra la que Xi Kang lanza sus dardos envenenados:

«(...) que vuestras aulas de estudio no son más que salas mortuorias, que los textos que recitáis de memoria son como palabras proferidas por espectros de difuntos (...) que el humanitarismo y la justicia apestan a putrefacción,  (...) y que conviene deshacerse de todo ello para comulgar con la dimensión original de los seres.»
 
 La última polémica del libro, «Sobre los efectos nocivos de la sociedad para la salud», es un peculiar alegato contra otro instrumento de poder que, en principio, resulta menos evidente: la alimentación. Como bien saben algunos vegetarianos, como en Occidente advirtieron Henry David Thoreau o Charles Fourier o como sostiene Jean Levi, optar por una dieta alternativa implica un juicio sobre la sociedad en la que se vive. En el caso de Xi Kang, rechazar la alimentación tradicional «es poner en cuestión la jerarquía y el sistema de valores confucianos». Quizá sea este el debate en el que brilla más el talento dialéctico de Xi Kang, en el que afina más su crítica contra una sociedad que impide al hombre realizar el objetivo primordial de un taoísta: el yangsheng (养生)o, lo que es lo mismo, «nutrir el propio principio vital» y alcanzar así la armonía y la «inmortalidad», entendida esta como plenitud de facultades físicas y espirituales, como desarrollo del máximo potencial del ser humano.
 Este libro, al mismo tiempo que nos adentra en un mundo tan poco familiar como puede ser la China del siglo III, nos invita a una reflexión sobre el poder a partir de puntos de vista muy originales -quizá no tan lejanos como podríamos suponer-, y nos recuerda que el taoísmo fue una de las primeras y más utópicas manifestaciones del pensamiento libertario o, por decirlo con Zhuangzi de una manera menos anacrónica y más poética, del «libre caminar».


Un buen acompañamiento para la lectura del libro podría ser esta composición atribuida a  Xi Kang e inspirada en una aparición fantasmal que sufrió nuestro sabio mientras tocaba el guqin (la cítara de siete cuerdas). Pero de fantasmas chinos, hablaremos otro día: